¿Hacia la guerra civil?

Desgraciadamente, España se enfrenta a la mayor crisis nacional desde la Guerra Civil. No ha habido en los últimos cien años mayor peligro de disgregación nacional y de enfrentamiento entre los españoles que los acontecimientos que estamos viviendo estos días.

Estamos ante la mayor crisis nacional desde 1939

Ni siquiera los años posteriores a la muerte de Franco o el golpe de Estado de 1981 habían llevado a las calles y a la vida cotidiana de los españoles el clima de crispación nacional que hoy, desgraciadamente, vivimos. En aquellos tiempos, por supuesto, fuimos espectadores y partícipes de actos violentos y asesinatos políticos, pero la violencia era ejercida y sufrida directamente por una minoría de la población. Fuera la ETA, fueran facciones terroristas de extrema derecha, lo cierto es que sus actos violentos en ningún momento supusieron un peligro real de quiebra del sistema político ni de ruptura de la unidad nacional. Ni en sus mejores sueños tuvo la ETA  la capacidad de situar la independencia de Vasconia en la agenda política cotidiana. Eran, en el fondo, un grupo de rudimentarios asesinos sin otro horizonte que la violencia.  Incluso durante el golpe de estado de 1981, la violencia ejercida por algunos  sectores del Ejército duró horas escasas y no supuso quiebra alguna de los partidos democráticos. Nunca se produjo en los años anteriores una crisis de estado como la que ahora enfrentamos.

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Y esto debido a una razón esencial: durante la Transición, todos los partidos políticos nacionales apoyaban el régimen constitucional y los nacionalismos dominantes iniciaban su camino hacia la secesión de forma hipócrita, fingiéndose leales al Estado de derecho para ir despojando a España, uno por uno, de sus mecanismos estatales de igualdad democrática (educación, policía, sanidad, etc.). El extremismo nacionalista era marginal.

La crisis del modelo de 1978

Pero, por diferentes razones que ahora no analizaremos, hay cambios esenciales en la situación. Por un lado, los partidos nacionalistas catalanes se han radicalizado hasta adoptar ya posturas abiertamente independentistas y por el otro, el surgimiento del neocomunismo y su irrupción en el Congreso con un grupo de diputados muy numeroso ha conducido al sistema constitucional de 1978 al momento de mayor crisis de su historia. Los acontecimientos de Cataluña demuestran esta crisis y a la vez, la postura de los partidos neocomunista y separatistas ante los mismos suponen en la práctica la destrucción del consenso constitucional alcanzado con grandes esfuerzos para poder instaurar la democracia en nuestra nación.

España, como nunca desde los tiempos de la República, está dividida. Hay un porcentaje amplio de la población que apuesta  ya, sin ambages, por la ruptura del pacto social de 1978, aunque no pueda ofrecer un pacto nuevo con más apoyos que el vigente. La aceptación de unos valores comunes por parte de los españoles, encarnados en el voto masivo a la Constitución de 1978 ya no existe. Creo que hoy día, sería prácticamente imposible no ya votar una nueva constitución, sino ni siquiera redactarla. No habría consenso. Y eso quiere decir, digámoslo claro, que una parte de la sociedad se niega al consenso que es la asunción del pacto de mínimos más amplio posible. Hoy los mínimos de los neocomunistas pasan por establecer una república inspirada en los años treinta  y los de los separatistas por la posibilidad de independizarse. En esas bases, los mínimos pasan a ser máximos por lo que el consenso es, simplemente, imposible.

Es por ello también que las posturas equidistantes alumbradas desde el PSOE y sus altavoces mediáticos en las que se pide diálogo entre las partes (incluyendo ese movimiento supuestamente espontáneo de las camisetas blancas que surgió ayer) está condenado de salida al fracaso. No hay nada que negociar porque las posturas son absolutamente irreconciliables y no tendrán jamás acuerdo. Chamberlain tuvo que dar paso a Churchill tras intentar apaciguar a Hitler. No hay tercera vía y cuánto antes lo comprendan los socialistas y quienes les siguen, mejor para España y para los españoles.

La similitud de la situación actual con la de los años treinta.

Puestas así las cosas, resulta harto significativa la similitud de los acontecimientos que vivimos con la que se vivió en España a partir de 1930 y sobre todo, a partir de 1934-35. Explicaremos sencillamente esta idea. En 1930 las organizaciones republicanas, el PSOE y las organizaciones catalanistas sellaron el Pacto de San Sebastián, un pacto unitario para acabar con la monarquía e instaurar la república. Sus planes dieron fruto pocos meses después, en abril de 1931. El bloque actual es parecido: se ha producido una confluencia de intereses entre los separatistas catalanes y Podemos. Ambas fuerzas quieren acabar con el sistema. Dos fuerzas inicialmente enfrentadas por ser de izquierdas y de derechas, abandonaban sus diferencias para unirse contra la monarquía. Eso mismo ocurre ahora.

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Otra similitud de la situación actual con la de los años treinta es la aparición en el tablero catalán de una fuerza de reminiscencias proletarias. Esta fuerza nueva es muy agresiva y muy amiga de la acción directa. Están dispuestos a la violencia con tal de destruir la unidad de España y el propio sistema capitalista. La agresividad de esta fuerza es tal que ha polarizado el debate catalán arrastrando a sus posturas extremistas a Esquerra Republicana primero y a la burguesía catalana después. Es la nueva CNT y se llaman la CUP.

Finalmente, el PSOE, el partido mayoritario histórico, se debate en una potente crisis histórica y ha perdido evidentemente la capacidad de liderar el proceso, tal y como le ocurrió desde el inicio de la guerra. Un partido reformista poco tiene que ofrecer cuando la alternativa supone tomar partido entre la conservación del orden y la sustitución violenta del mismo. En ese terreno, simplemente no hay espacio para la reformas. Y así, sus dirigentes (en tanto en cuanto no se solvente la crisis de Estado) se dividirán entre quienes apoyen las políticas de derechas y quienes se vean arrastrados por los neocomunistas (como ya les ocurrió en los años treinta, acabando de satélites del viejo PCE exceptuando a Besteiro y otros dirigentes antiguos que serían hoy las figuras de González o Guerra). Ese mismo papel subsidiario y a remolque de los comunistas ya se ha comenzado a dar y la política dubitativa de Pedro Sánchez es muestra de ella.

 

¿Quién nos quiere llevar a la guerra y por qué?

Estas semanas diferentes personas cercanas me han dicho que tenían miedo de lo que pueda ocurrir y, efectivamente, lo cierto es que la ruptura del consenso no va a solventarse probablemente en mucho tiempo y por ello, la radicalización de la situación política española es un riesgo que vamos a vivir en los próximos años.

Lo que cualquier español debe comprender es que una nación, y más la nuestra, España, se fundamenta en un complejo equilibrio de fuerzas que se sostiene unido por la aceptación de unas normas comunes. Esas normas comunes son las leyes y más en concreto, la Constitución.

Hay que ser claros y coherentes: estar en contra del régimen constitucional de 1978 (sobre todo si no se asegura un nuevo marco de convivencia con más apoyos que el anterior) supone en la práctica romper ese equilibrio y abogar por el enfrentamiento entre españoles. Si no hay Constitución (y no la hay para Podemos y los separatistas), se abre obligatoriamente un  periodo de desequilibrio y tensiones que no puede arreglarse salvo con un enfrentamiento civil en el que una parte venza a la otra. Es decir, como ya dije yo desde el principio en otros artículos del blog, el objetivo último de Podemos es quebrar el orden constitucional para imponer su ideario comunista y eso, en la práctica, supone conducirnos a una nueva guerra civil. Tras la “sonrisa de un país” (cínico eslogan en las últimas elecciones) y la dialéctica cursi que gastan Iglesias y los suyos está la ambición, cada vez menos ocultada, de acabar con el régimen actual. Y como esto será imposible (pues una gran parte de los españoles de toda condición no lo consentirán sin oponerse con vigor, (empezando por el tejido empresarial y acabando por el pueblo llano, como hemos visto estos días), el apoyo a las tesis de Podemos supone, inevitablemente, iniciar el camino hacia la guerra civil. No es ninguna casualidad que los neocomunistas se estén aliando (de nuevo, casi cien años después) con las fuerzas separatistas. Su intención, ya evidente a todas luces, es volver a formar un Frente Popular. Falta saber si el PSOE de Sánchez secundará finalmente su fatídico empeño.

Ley o Revolución

Así pues, todas las personas bienintencionadas y pacíficas que les están votando, tienen que pensar hasta qué punto están dispuestas a seguir el acoso y derribo del consenso constitucional, hasta qué punto quieren quebrar la convivencia pacífica que hoy disfrutamos y hasta qué punto creen que merece la pena jugarse la vida propia y la de los demás por sus ideales (que han fracasado en todas partes donde se han puesto en práctica desde Rusia a Venezuela pasando por Cuba).

A esto se me podrá objetar que por qué han de aceptar los neocomunistas un consenso en el que las actuales clases favorecidas sigan siendo favorecidas y ellos sean los perjudicados. La respuesta en tan obvio como dura y simple: porque es ese el equilibrio actual y es el que nos mantiene en paz. Esa es la Ley que consensuamos entre todos. Ni más ni menos. El Estado y la sociedad se sostiene (y se sostiene bien como podemos ver en los niveles de bienestar que hemos alcanzado por encima de los de Cuba o Venezuela) gracias a este equilibrio existente. Al imperio de la Ley sostenido por medio de cuerpos de hombres armados para hacer cumplir las leyes. Lo contrario es el Oeste, la intimidación, el odio y la violencia, tal y como hemos visto estos días. Dinamitar los cimientos del edificio, ha de suponer, inevitablemente, que el edificio caiga. Y eso supone, también de forma inevitable, violencia. Y como los inquilinos actuales, que viven en paz, no lo van a permitir y además tienen de su lado las leyes y el aparato coercitivo del Estado, el enfrentamiento social está servido. Como bien sabe Iglesias, el que conduce el convoy, es imposible hacer una tortilla sin romper los huevos. Es imposible zarandear la sociedad sin que ejercer la violencia y quebrar las leyes. Es imposible que el Frente Popular venza salvo por el uso de la violencia, tal y como también se está demostrando en Barcelona estos días.

 

¿Qué lecciones debemos aprender del pasado? Barcelona como laboratorio.

Afortunadamente, la Barcelona y la Cataluña del 1 de octubre es un experimento, un enorme laboratorio que nos conduce al pasado del Frente Popular y al futuro de nuestra patria, porque en esencia, las fuerzas que contienden ahora mismo es Cataluña son las herederas de las que contendieron hace casi cien años

El pasado español nos enseña varias cosas. La primera, que a una guerra civil no se llega de la noche a la mañana. La historiografía comunista española ha idealizado falsariamente la República y ha retratado la guerra civil como la consecuencia de un golpe de Estado contra la población. Este relato es de un simplismo atroz y ha tenido como consecuencia que los españoles de hoy no sean capaces de discernir con claridad lo que supone entrar por la senda de la negación de la legalidad vigente. Cuando se niega la Ley, solo hay una alternativa: la Revolución. Y no existen revoluciones sin muertos ni enfrentamientos civiles. Eso mismo es lo que acabó ocurriendo en 1936. La reacción militar y social ante un proceso revolucionario que se había iniciado en 1930.

El golpe de 1936 y sus causas

Así mismo, las últimas investigaciones históricas que demuestran que la victoria electoral del Frente Popular fue un fraude (que nos recuerda a los episodios vividos en Barcelona este 1 de octubre de 2017 con las urnas que llegaban a los colegios ya llenas de papeletas) arrojan una luz y un enfoque distinto sobre lo ocurrido en 1936 y explican mejor que el relato comunista que nos enseñaron en el colegio por qué una gran parte de la población española apoyó la insurrección militar encabezada por Franco. No se engañen: sin ese apoyo popular el triunfo de Franco habría sido imposible. Y muchas de las personas que apoyaron (de forma activa o pasiva) el golpe de estado de 1936 no lo hicieron por que fueran más o menos militaristas o fascistas, sino porque comprendieron que España estaba en una situación anárquica. Baste recordar que entre febrero de 1936 y julio del mismo año había tres asesinatos políticos diarios. Lean por favor las memorias de personas tan poco «fascistas» como Orwell o José Luis Sampedro, cuando reflejan como se vivía esa revolución idílica en las calles. En una situación de inseguridad así, con la crispación general que esto supone y que ahora podemos ver en Barcelona como si fuera un laboratorio, ¿cuántos de nosotros hoy no desearíamos una vuelta al orden y al trabajo y a la paz social? ?¿cuántos no estarían temerosos de ver grupos de jóvenes armados  de la CUP irrumpiendo en los comercios? ¿No es acaso justamente la quiebra de la convivencia lo que más temen las personas normales de Barcelona a día de hoy?

¿Qué ocurrirá en el futuro?

Pero hay motivos para no caer en el desánimo y en el temor infundado. Hoy son muchísimas las diferencias que nos separan de aquellos meses aciagos.

El fundamental, la creación de una clase media que entonces no existía. La huida de depósitos de catalanes temerosos de la independencia y de la anarquía subsiguiente es una muestra de la fuerza que hoy tienen estas capas y de lo rápidamente que se desengañarían los propios separatistas al comenzar la violencia en serio con las CUP dominando las calles (y no les quepa duda de que empezaría como ya se ha empezado a ver). Si en los años treinta, una gran masa de campesinos y de obreros pudieron ser objeto de la propaganda comunista fue debido a sus paupérrimas condiciones de vida. El odio y la violencia surgen, inevitablemente en la pobreza. Eso no quiere decir que no puedan surgir en la riqueza, pero en la pobreza son efecto seguro. En una situación económica como la actual, el techo de los comunistas es el 10% de la población. Tiene algo más por el tremendo apoyo mediático de la Sexta y su grupo, pero nunca llegarán al 20%. Y ni con un 30%  se puede hacer triunfar una revolución si el otro 70% se organiza mínimamente,

En segundo lugar, la ausencia de armas en el bando del nuevo Frente Popular. La población entonces tenía armas de la Revolución de 1934 y hoy no. Yo no descarto que la Generalidad haya comprado en el mercado negro en los últimos veinte años fusiles y otras armas ligeras (de hecho sabemos que lo ha intentado), pero en una guerra convencional contra un Ejército profesional el enfrentamiento actual sería rápido. La capacidad de corromper el Ejército al estilo venezolano en España es casi imposible.

En tercer lugar, el Ejército español es profesional y eso dificulta enormemente la infiltración de elementos comunistas en sus estructuras. Hoy la división del Ejército ante una eventualidad así es casi imposible.

En cuarto lugar, la fuerte presencia de una inmigración de origen hispano en España como muy bien saben los separatistas vascos y catalanas. Precisamente esta es la razón por la que los separatistas han impulsado una inmigración de musulmanes en Cataluña. Las masas latinoamericanas de Ecuador o Colombia han venido aquí justo a vivir en paz y a alcanzar unas cotas de bienestar que no tienen en sus países de origen. Están agradecidos a España y defienden nuestro idioma. Pocos de estos emigrantes apoyarán las ideas del nuevo Frente Popular. Solo el hundimiento de la economía nacional podría alterar esto.

Y el quinto y definitivo: la integración europea. Hoy un proceso revolucionario en España sería contestado sin contemplaciones por Francia y Alemania. Mientras la UE esté en pie, este proceso es muy difícil.

Dicho de otro modo, para que Pablo Iglesias y los suyos puedan arrastrarnos a una guerra civil se necesita que la economía española se hunda y que la Unión Europea se rompa. Si esas dos circunstancias se dieran, entonces, todos los que votan a los neocomunistas Podemos se dividirían en dos grupos: los que comenzarían a ejercer la violencia callejera e institucional y los que asistirían estupefactos y luego asqueados (creyéndose inocentes) a sus actos. Y, entonces sí, de ahí a una nueva guerra civil no habría más que un paso.

Ahí es donde nos quieren conducir Pablo Iglesias, Oriol Junqueras y la CUP. Que nadie se lleve a engaño, por favor.