A menudo en la política nos quedamos en los grandes titulares, en las grandes ideas, en los programas. Pero yo creo que es siempre útil ver qué personas están detrás de ellas. Porque las ideas son, en esencia, ideales, abstractas (quiero decir que se formulan en palabras y en el fondo no son sino declaraciones de intenciones), mientras que los actos son reales y concretos y manifiestan la verdad.
Como decía el Evangelio: “Por sus obras los conoceréis”. Y como dice el refrán español: “Del dicho al hecho, hay mucho trecho.” También dice Cervantes: “Nadie es más que nadie si no hace más que nadie”. Y hasta el propio Marx: “la verdad es concreta”. Así que creo que la mejor manera de analizar a las personas (y los políticos son personas), es, más que por lo que dicen, por lo que hacen.
Busquemos la coherencia en todos los que vemos por la televisión, en las élites, en los artistas, em la casta. Hay personas famosas que poseen varios pisos, mientras se manifiestan en contra de los desahucios; hay quienes en galas espectaculares de Hollywood se manifiestan contra el cambio climático y tienen aviones privados o coches que gastan muchísima gasolina; hay quienes se preocupan de erradicar la pobreza infantil, pero antes de eso ya se han comprado una mansión; hay quienes son paladines de los pobres, pero se curan en la sanidad privada en cuanto enferman. Tienen derecho, por supuesto. Todos tenemos derecho a la incoherencia. Y todos somos incoherentes, pero es mayor la incoherencia cuanto más se aleja nuestro pensamiento de la realidad que vivimos. Es duro asumir que hay pobres mientras que nosotros somos ricos y famosos; es difícil aceptar que nos gusta el poder y el mando desde que éramos hijos únicos y mimados. Pero esa es la realidad de muchas personas que ocultan estos rasgos personales tras un discurso falso. Por favor, que no tengamos que pagar los demás su complejo de culpa o su egolatría.
Predicar ideas agradables, humanitarias y pretendidamente bondadosas es relativamente sencillo. Basta con hacerse entender (aunque sea despreciando la gramática como sufrimos casi a diario) y basta con tener un cierto empuje personal (tampoco hace falta valentía, porque estas ideas estupendas siempre han sido muy bien acogidas por los semejantes).
Defender la igualdad universal, la paz, la bondad humana y especialmente la inocencia de los más humildes, atacar la maldad intrínseca de la sociedad o la injusticia del poder establecido ha sido siempre muy popular, hasta el punto de que esta defensa no ha precisado nunca de una elaborada argumentación. Son esas ideas bienintencionadas con la que todos los niños se identifican en los festivales navideños. Los humildes de corazón y los ingenuos de todas las épocas han sostenido con candor y sostienen hoy y siempre a los predicadores de este credo.
Lo que nunca ha sido fácil es ser coherente con lo que se predica. No lo es para nadie, así que mucho menos para aquellos que hicieron de la defensa de lo común y el olvido de lo propio su razón de vivir, aquellos que nos convencían de que su mayor anhelo era arreglar la vida de los pobres, los desvalidos, los desheredados; aquellos que decían que para avanzar teníamos que avanzar todos juntos, pero que en la práctica alcanzaron su meta personal antes de que los pobres salieran de la casilla de salida.
Y así, la inmensa mayoría de los predicadores, los apóstoles de lo común, a la vez que reclamaban el reparto de la riqueza, estaban amasando la suya propia, acumulando propiedades de elevado valor. Pedían el reparto de los bienes ajenos entre los pobres, pero ni renunciaban a la herencia de sus padres ni descuidaban la de sus hijos.
Pedían la igualdad entre todos los seres humanos, sí; pero sin abandonar su papel preeminente (y por ello, desigualitario) en sus partidos. Maldecían toda jerarquía, excepto la que garantizaba su papel dirigente en sus propias organizaciones o en la propia sociedad.
Proclamaban la importancia de la tolerancia, excepto con aquellos que les contradecían. Defendían la democracia y el sufragio universal hasta que alcanzaban el poder y encarcelaban, torturaban y asesinaban a quienes se les oponían.
También estaban en ese grupo los defensores de la patria, esos que ponían el mismo celo en alentar las guerras que en evitar los campos de batalla con un fusil en la mano. Y no nos olvidemos de los que pidieron la libertad para sus pueblos negando ek derecho a la vida de sus propios vecinos.
Todos somos capaces de poner rostros, a lo largo de la historia, desde la Antigüedad hasta hoy a estos falsos profetas. Somos capaces de recordar a estos demagogos que, difundiendo estos postulados, llevaron a la muerte a centenares de millones de personas solo en el siglo XX.
Y muchos sabemos también en qué caladeros han pescado siempre a sus seguidores estos farsantes. Los han pescado entre aquellos que escuchan sus voces y no analizan sus actos, entre aquellos que se dejan llevar por los afectos más que por la razón, entre aquellos que se quedan en las intenciones sin ver las consecuencias de los actos. Es decir, entre las personas más ingenuas e idealistas, que son engañadas en su bondad de espíritu por estos falsos profetas, que predican el bien común y la igualdad, pero que siempre se favorecen en el reparto. Como decía Orwell en Rebelión en la granja: “Todos somos iguales, pero algunos somos más iguales que otros.”
Afortunadamente, hoy no podemos identificar a políticos en España como pertenecientes a esta ralea. ¿O sí se puede?.